Al llegar de noche a Canary Wharf , el cartel del metro o “tube”, como llaman los londinenses al transporte subterráneo, es la única señal que me indica que estoy en Londres. Por las calles vacías del domingo falta todo lo que yo esperaba de la ciudad: pubs, música, punkers, la guardia real, el palacio de Buckingham, los museos con el arte del mundo. Nada. Sólo está el Támesis, el frío de los primeros días de otoño y mi mirada un tanto perdida inspeccionando un mapa. Con los días me daría cuenta que mi viaje en Londres, por distintos motivos se transformaría en una estadía en esa zona.
Londres, ciudad imperial, turística, ciudad de la moda, de la música, tiene múltiples perfiles, casi tantos como los infinitos acentos de los inmigrantes –asiáticos, africanos, latinoamericanos- que se mezclan con el británico acento de los locales.
Si por las calles de Londres, uno puede perderse entre los colores rojos de los buses, los negros de los taxis, los ocres del Palacio de Westminster y el azul de las placas que marcan las casas que tuvieron habitantes ilustres, en Canary Wharf todo es plateado, todo brilla. Pero también todo tiene el artificial y monotemático color de la hipermodernidad. Altos rascacielos, pantallas electrónicas, puentes que comunican las oficinas con las salidas al metro o el servicio de trenes. Canary Wharf tiene el mismo sello de asepsia que tiene nuestro centro financiero local: Sanhattan.
Todas estas multiples facetas, colores, ruidos, olores se diluyen si uno llega a Canary Wharf. Pero ahí estaba yo, sin poder huir a ningún lado, ahí es donde transité, almorcé, subí ascensores, escaleras, recorrí supermercados, dormí y abordé la ciudad, la otra, la “real”, armada con un pase del metro.
La zona se llena de agitación en las mañanas del lunes. Miles de personas -se estima que 90.000 trabajan en el distrito- pueblan el lugar a un ritmo vertiginoso entre las 7 y las 9. Pero esa invasión vertiginosa se transforma en huída cuando terminan los trabajos. En el paraíso de las oficinas, los sábados y domingos están desiertos: sólo queda el viento y el frío que trae el río y los guardias de todos los edificios, únicos habitantes constantes de Canary Wharf. En la miniciudad de las finanzas, nada puede quedar descuidado de la mirada omnipresente del enorme dispositivo de seguridad: cámaras que graban las 24 horas, personal privado en cada uno de los edificios y una empresa de seguridad que monitorea la zona con oficiales en la calle y puntos que chequean cada uno de los ingresos al área.
Es que en Canary Wharf, como en toda zona símbolo del capitalismo mundial (los carteles de firmas como Citibank, Barclays, HSBC, que coronan los edificios nos recuerdan siempre dónde estamos) el temor a la “amenaza terrorista” es una constante. La seguridad imperante en toda la ciudad de Londres parece intensificarse en el área, delimitada con puestos de control de acceso que buscan bombas y una paranoia constante en el que el simple gesto de tomar una foto a un edificio puede convertirse en motivo de sospecha.
Sólo un nuevo fantasma parece competir con esta amenaza: la crisis financiera mundial y la pregunta sobre lo que va a pasar.
Bajo la fachada de los costosísimos restaurantes, los ejecutivos vestidos en Armani, y de ostentar uno de los metros cuadrados mas caros en Londres, se esconde la nueva pesadilla del centro de las finanzas: el peso de la bancarrota en el que cayeron muchos bancos de inversión, los problemas del crédito, y la incertidumbre frente a lo que vendrá. Veo como el altísimo edificio de Lehman Brothers, uno de los primeros bancos que cayó con la crisis y que hasta hace unos meses recibía a miles de empleados, ahora está casi vacío a la espera de sus nuevos dueños. Esta imagen me hace pensar en que pese a ser impactante, Canary Wharf, al igual que los gigantes financieros, es vulnerable.
De todas formas, la zona sigue ahí, aún lejos de la vida de las calles de Londres, esperando que algún día pueda mezclarse con la historia de cientos de años, guerra, invasiones, traiciones e inmigrantes filtrada en el resto de la ciudad. Pero para ese momento, para que la miniciudad de vidrio y rascacielos se mezcle con la vida, los olores y los sabores de la otra Londres, la real o la turística, parece faltar un tiempo largo. Por ahora, para muchos londinenses (y también para mi mirada extranjera) Canary Wharf no parece ser Londres, parece ser sólo Canary Wharf.
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